martes, 8 de diciembre de 2009

Berlusconi entre nosotros

Este artículo ha sido publicado en El Viejo Topo de este mes de diciembre de 2009. Agradezco a Miguel Riera y a la redacción de El Viejo Topo su confianza y amabilidad.

Berlusconi entre nosotros

Pedro Chaves Giraldo, Profesor de CC. Política de la Universidad Carlos III de Madrid Pedro.chaves@uc3m.es

La curiosa historia de la infamia escribió hace unos días un capítulo más con aspecto de anécdota no pretendida. El tribunal constitucional italiano sentenció la condición inconstitucional de la Ley Alfano que, en la práctica, otorgaba impunidad judicial al primer ministro Berlusconi y le ahorraba el aburrimiento de someterse a las decenas de procesos pendientes o por encontrar, en su afamada capacidad para embrollarse en líos de todo tipo. El equipo de abogados que le protege argumentó en su favor cosas que significaban en la práctica un retroceso histórico en el reconocimiento de las libertades civiles desde el siglo XIX: la condición superior de algunos cargos de la República que justificarían que la Ley, si bien fuera igual para todos, no lo fuera su aplicación. Las declaraciones ulteriores de Berlusconi han profundizado en este deterioro de la razón democrática: ha descalificado la decisión por la supuesta condición ideológica de los magistrados y por la inhibición institucional del Presidente de la República. Toda la teoría de la división y autonomía de los poderes destrozada en apenas una declaración en prime time. Se deduce –y se deduce bien- que el primer ministro quería decir que si el alto tribunal hubiera estado formado por jueces de derechas eso no solo no le hubiera pasado, sino que su inmunidad hubiera sido una decisión razonable. Y que también hubiera tenido sentido que el excomunista Napolitano hubiera reconvenido a los jueces díscolos y de izquierdas sobre la gravedad de su decisión. No conviene frivolizar sobre estas declaraciones aludiendo a la condición patética del personaje que las emite. Y si las declaraciones sonaban extemporáneas, las propuestas profundizan en la lógica de la involución autoritaria contra el estado de derecho. Sheldon S. Wolin lo llama, refiriéndose específicamente a Estados Unidos, “totalitarismo invertido”, llamando la atención sobre la autonomización del poder económico y la subordinación a este del poder político tradicional. Esta relación está creando una nueva suerte de patologías del poder y mostrando las dificultades de los sistemas democráticos para controlar este nuevo escenario. Con otras palabras, pero en la misma lógica, Negri ha señalado la condición de clase y la vocación autoritaria de Berluscolandia. Otros autores se refieren al período neconservador como el de la “modernización reaccionaria” subrayando la capacidad hegemonizadora de esta ideología en las nuevas circunstancias de la globalización . De este modo las declaraciones y las propuestas que surgen del primer ministro italiano dejan de parecer inauditas y adquieren una nueva naturaleza: forman parte de la esencia misma del régimen político que la práctica neoliberal pretende imponer allí donde se hace mayoritaria. La anécdota singular es que esta situación, con toda su carga teatral incluida, la sentencia del constitucional italiano decimos, coincidiera con el levantamiento del sumario del caso Gürtel en España. La dimensión, profundidad y consecuencias de lo que ya conocemos de este asunto dice, no de un episodio de mal uso de la confianza personal, sino de un auténtico entramado delictivo. Una estructura de acaparamiento de recursos públicos para fines ilícitos: financiación ilegal de un partido y enriquecimiento personal de personajes diversos. La investigación pone de manifiesto que la acción y las políticas públicas puestas en marcha desde la Comunidad Valenciana, en especial aunque no solo, están teñidas por la mancha del fraude económico y político. Y confrontadas las prácticas de los que gobiernan en nombre del mantra neoliberal con su discurso sobre la centralidad del mercado como regulador social y el desprecio por la intervención y controles públicos comprobamos, así, toda su malsana condición de narración ideológica al servicio de intereses particulares y clasistas. El último episodio (de momento) de este pertinaz goteo de asuntos escabrosos se está produciendo en Catalunya. Los casos Millet y Santa Coloma ponen de manifiesto dos hechos relevantes: ningún territorio es ajeno a esta lógica depredadora de los intereses privados sobre el espacio y los intereses públicos (no hay excepciones); y en segundo lugar, la connivencia entre diferentes partidos justifica la tesis de la cartelización de los partidos políticos. Es decir, del dominio de un patrón de colusión interpartidaria sobre la competencia y la confrontación ideológica. Así pasó en Italia y es muy probable que en España nos desayunemos cualquier día con más casos de este hermanamiento mafioso entre las elites de diferentes organizaciones políticas. Sería interesante investigar con más detalle como es el proceso que lleva de las comisiones para la financiación del partido (el que sea), a las coimas para hacerme un chalé de varias plantas.
En medio de esta crisis económica voraz que ha recordado la sabida historia sobre la incapacidad del mercado para regularse por sí mismo, la explosión de estos fenómenos de corrupción pone de relieve que ambos elementos forman parte de la misma lógica. Es decir, esta no es la corrupción de siempre, no es el aceite tradicional con el que el mercado engrasa su maquinaria. Esta es una corrupción que persigue consolidar un bloque histórico de dominio; que funciona como una argamasa que aúna intereses y voluntades con la pretensión de favorecer unas políticas y no otras; que coloniza las instituciones políticas y pudre la esfera pública para intentar hacer inviable al estado como un espacio de regulación económica y política; es una corrupción que deteriora el estado de derecho y subordina la acción de los poderes públicos a las necesidades de los grupos económicos que lo parasitan. La berlusconización de la política no se definiría tanto, entonces, por la presencia en la pirámide formal del poder de un personaje teatral hasta lo grotesco, sino por esa voluntad de exclusión política del otro, de colonización sin límites del aparato del estado por intereses privados, de vaciamiento del estado de derecho. En suma, un proyecto de clase, con voluntad de pervivencia (un régimen) y con consecuencias indeseables para la textura moral de nuestras sociedades y para la cultura democrática imprescindible para hacer creíbles nuestros sistemas representativos. Desde este punto de vista, la realidad de la corrupción conocida en las filas del PP y las respuestas, explicaciones y justificaciones que hasta ahora ha ofrecido este partido sobre la trama Gürtel, se orientan en una dirección similar a la ofrecida ahora por Berlusconi o en su día por el ya casi olvidado George Bush: la subordinación del estado de derecho a la aritmética electoral; el cuestionamiento de cualquier “razón democrática” en virtud del principio de exclusión ideológica; la colonización parasitaria del espacio público por los intereses privados; la domesticación de una parte de la judicatura que asegure la protección “legal” de sus operaciones; la connivencia de grupos mediáticos muy poderosos que den sustento narrativo a sus acciones; el letargo moral de las sociedades en las que operan y la abdicación a la resistencia política de una parte de la izquierda venerable. No es fácil explicar porqué, una vez conocido este latrocinio sobre el erario público, millones de personas siguen ofreciendo confianza electoral a un partido enfangado hasta los tuétanos en la corrupción. Conviene recordar esa conocida sentencia que asegura que ante cada fenómeno complejo existe siempre una respuesta simple, pero equivocada. Podrían formar parte de esa respuesta caleidoscópica ineludible aspectos como: la pérdida de relevancia del hecho electoral como mecanismo de representación de los conflictos sociales en pugna; el distanciamiento respecto al estado de una parte de la ciudadanía producido como consecuencia del descrédito de lo público que la filosofía neoliberal ha promovido y estimulado; la quiebra moral respecto al bien común aumentada por la desconfianza respecto a la política. En fin, habría más elementos, sin duda. No podemos dejar de mencionar, entre otros, el mantenimiento de formas de clientelización política en el espacio local que pudren la matriz republicana de nuestras democracias y nos retrotraen a los usos aristocráticos del poder propios de otras épocas. Pero me importa ahora destacar esta abdicación cómplice o irresponsable de una parte de la izquierda que pretende seguir interpretando estos fenómenos en términos de “lucha interpartidaria”, que no ha comprendido la dimensión novedosa de este entramado ideológico-político y que no está en condiciones de presentar la resistencia política imprescindible para recuperar el terreno y desmontar el tinglado. Entiéndase que, si bien hay consecuencias morales devastadoras en el funcionamiento de esta maquinaria, el conflicto es político, no moral. Y que la resistencia es antes política que moral. La magnitud del desafío es abiertamente política. Resultan extemporáneas ahora las declaraciones de egregios dirigentes de esta venerable izquierda que pedían contención y dejar trabajar a los jueces. O la de aquellos que argumentan, en proverbial sintonía con la derecha, que una cosa es la corrupción y otra la crisis y que la izquierda debe dedicarse a lo segundo más y menos a lo primero. Si es verdad que hay una matriz común que hermana la economía neoliberal con la corrupción; si una de las consecuencias más indeseables de la desregulación es, precisamente, la incapacidad y la debilidad de los poderes públicos para embridar el desbocado mundo de los negocios, lo que hoy nos preocupa no es una suma casual de acontecimientos que puedan someterse a una jerarquización de “agenda política”, sino los escenarios políticos previsibles en el caso de no recuperar para la política el espacio público y derribar, de una vez, la lógica mercadocéntrica de la práctica neoliberal.
Los hechos conciernen, así, a la calidad misma de nuestra democracia y a su futuro. Y hablando específicamente de la izquierda, la situación interroga sobre las posibilidades mismas de seguir pensando la izquierda en el futuro próximo. Y en este punto habrá, sin duda, medidas legales, intervenciones institucionales y otras acciones que contribuyan a limitar los daños de esta tropelía. Pero el desafío fundamental es cultural y político, se trata, nada más y nada menos, que de reconstruir un sentido común que coloque lo público, democráticamente articulado, en el centro de las preocupaciones sociales y que subordine el resto de las instituciones –mercado incluido- a las necesidades de la mayoría. Como en otras ocasiones, el futuro de la democracia y el futuro de la izquierda van de la mano.