martes, 5 de mayo de 2015


Siberia a nuestros pies


Pedro Chaves Giraldo

Publicado como aportación al debate sobre Municipalismo en Espacio Público el 4 de mayo de 2015


En Memorias de la casa muerta Dostoieviski pinta un fresco de Siberia que genera perplejidad: un lugar maravilloso en el que vivir si se sabe entender el sentido de la vida. La ironía sirve de frontispicio para un relato sórdido de un lugar donde solo es posible sobrevivir.
España no es Siberia, pero muchos lugares de nuestra geografía se han convertido en invivibles, en insostenibles, ajenos.  La enfermedad llamada capitalismo ha generado excrecencias y síntomas de su paso en muchos órdenes, en el urbanismo de manera particularmente intensa. Hay lugares donde la situación ya es solo gestionable, simplemente no es reversible. La destrucción de los hábitats naturales y la creación de un urbanismo depredador, pensado para el coche y ajeno a cualquier vida comunitaria, tiene difíciles soluciones. El desolador paisaje del alicatado hasta la playa de la costa mediterránea es un ejemplo de este despropósito que reconoce visos de criminalidad medioambiental.
En esto, como en otras cosas, el bipartidismo imperfecto que nos ha mal gestionado desde la transición tiene su responsabilidad. El mainstream apenas reconoce diferencias según gobernasen unos u otros. Solo en los lugares en los que alguna fuerza de izquierda alternativa condicionó el gobierno del PSOE es posible observar un urbanismo más orientado hacia la comunidad, sin tampoco tirar cohetes. Pero de pronto, lugares en los que se ha construido vivienda social; en los que los planes de urbanismo no han arrasado con el patrimonio histórico; donde no se ha construido en todo sitio y lugar y se han respetado, incluso conservado, parajes naturales; donde se han preservado playas que nos recuerden lo que una vez debió ser la naturaleza en su más hermosa expresión; donde la corporación municipal se ha preocupado por los más desfavorecidos y ha gastado recursos en política social; donde se ha intentado integrar la diferencia para generar una nueva convivencialidad etc… en fin, todas estas pequeñas cosas son un mundo frente a los lugares donde se ha quebrado el estado de derecho fruto de la colusión entre un poder político corrupto y un poder económico tan o más corrupto.  Y donde los resultados de esa colusión mafiosa han dejado ciudades para llorar.
Y, quizá, lo que sea peor, en un país como este, donde las culturas cívicas de las que hablaba Tony Judt, resultado virtuoso del estado social, nunca lograron consolidarse, el legado moral de esta devastación ideológica es una sociedad que vive las instituciones con desconfianza, prevención o como un espacio de enriquecimiento personal. Nada bueno podrá construirse desde esa visión ajena de lo común.
Si recorremos nuestra geografía encontraremos la triste realidad de sectores populares sumados como palmeros al desenfreno urbanístico y la depredación ecológica. Los miles de euros que llegaban a casa todos los meses justificaban el apoyo a los ladrones que gobernaban el municipio. La democracia convertida en un espacio de solidaridad mafiosa.  La victoria de los poderes salvajes de los que habla Ferrajoli.
Por eso, no convertir deseos y posibilidades comienza a ser un ejercicio de importancia. No creo que estas elecciones sean los preliminares del fin del bipartidismo que morirá, inexorablemente, en las próximas generales. No es porque no sea una perspectiva tan deseable como saludable, es porque no es verdad. El bipartidismo es mucho más que la coincidencia estratégica de dos partidos políticos. El bipartidismo en España es un régimen  que incluye otros actores, instituciones y valores. La crisis del mismo no es su fin y antes de darlo por muerto convendría saber con qué pensamos sustituirlo. Cuando parecía que el ascenso de Podemos preludiaba un horizonte de cambio social y político cualitativo, podíamos pensar que esa expectativa resultaba, cuando menos, estimulante. Ahora que las encuestas dicen que Podemos está ya por detrás del PP, PSOE y Ciudadanos, merece la pena que reflexionemos sobre este punto tan importante: ¿qué queremos? Y no menos importante: ¿quiénes creemos que debemos llevar adelante el programa del cambio?
Ninguna de esas dos cosas está bien construida en estas elecciones municipales y autonómicas. Los cálculos electoreros de unos y de otros han impedido consolidar un programa de cambio que fuera más allá de las siglas. Y la diversidad de fuerzas que se presentan hacen ilegible el protagonista del cambio: ni un partido, ni una coalición de varios, ahora mismo un batiburrillo de opciones que producen más melancolía que entusiasmo. La ilusión por el cambio ha retrocedido espectacularmente desde las elecciones europeas, mejor ser conscientes de esta situación.
El municipalismo de izquierdas y con perspectiva transformadora es una opción, una necesidad diría. Y en ese programa no todo vale: no comparto la idea de que el nuevo urbanismo deba cargarse, así sin más, miles de pueblos que sobran y hasta las provincias. Lo siento, en mi perspectiva, la idea de una identidad vinculada al territorio me parece esencial, y eso no es incompatible con una gestión de los servicios y los recursos supramunicipal, quieran los municipios o no.
La participación puede ser un slogan, una técnica o bien una perspectiva de gestión alternativa de los municipios desde las necesidades de la gente.
Y eso sin olvidar una reforma que ofrezca a los municipios posibilidades económicas reales de gestionar con suficiencia sus obligaciones.
Creo que las elecciones ofrecen un espacio por el que el viento del cambio puede colarse y sacudir las ajadas estructuras del régimen bipartidista, pero no esperaría demasiado de estas elecciones. Sería suficiente con que llegase alto y claro el voto de castigo a una gestión corrupta y mafiosa; sería suficiente con que sintiésemos que se restituye el estado de derecho y las auditorías de las deudas municipales mandan a la cárcel a una buena cantidad de personajillos; estaría muy bien con que el resultado pedagógico de este desempeño fuera construir una cultura cívica donde se restituya a lo público el lugar que le corresponde y donde la idea de “lo común” le gane la partida al “que hay de lo mio”.
Si algo de esto pasa, habremos hecho una pequeña revolución (perdón por la expresión).

Quizá, como en algún cuento fantástico esto baste para que Siberia retroceda y aparezcan paisajes más amables y acogedores. Así no nos volveremos a ver obligados a cantar las excelencias de una vida imposible en un lugar imposible.

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